sábado, 19 de mayo de 2007

Primera historia de café

Cada una de las placas comienza a provocar ardor.

Inicialmente es un eco de malestar lejano, como un recuerdo somático primitivo que aflora desde el embrión que se fué. Pero desde ahí, desde aquellas profundidades inconcientes, en el centro de su íntima oscuridad comienza a nacer el sordo reclamo del dolor. Y la larva ancestral se retuerce para despojarse de las miles de lanzas ancladas en la epidermis.

El mínimo movimiento tortura al cuerpo integramente porque es entonces cuando se forma la coraza.

La cápsula se cierra dejando solo delgadas fisuras por las que mirar. Los sonidos llegan claudicados... mientras importen, y se sostiene la respiración con énfasis claustrofóbico. En esa especie de crisálida termina encontrándose comodidad mientras el viejo feto permanece aletargado.

¿Qué prodece la nueva aparición de la molestia?. No lo sé.

Ahora por ejemplo, llueve. Las gotas comenzaron a perturbar la estructura.

Plic...
Plic...
Plic, plic....

Desde mi sitio observo como se repite el esquema vivido una y cien vecs. Tantas como larvas se arrastraron alguna vez sobre la tierra. Y evoco mi propio sopor primigenio, el desasociego posterior, la herida final.

Una violenta sacudida destruye los restos de tu estática complacencia.

Siempre fué así.

Tus miembros están emergiendo pero aún no encuentro tus ojos. A tientas te arrastrás hacia el foso caliente y en cada espasmo de dolor se te desprenden las placas reaparecidas, que muertas y resecas se apilan sobre los últimos restos de defensa. Su amasijo blanco de detritos dérmicos, sus cáscaras de quitina envejecida también surgieron en mí y el peso de esta basura nos consume.

Entonces erguís la cabeza y me mirás por primera vez.

Y yo... que venía estudiándote, registrando tu desarrollo, captando nuestras mutuas evoluciones, veo como definitivamente te liberás (¿Junto conmigo?).

Levantás tu recién nacida voluntad y la estrenás arrojando dentro de la taza humeante de café, el blanco de un sobre de azúcar.

Ya es de noche y el sórdido bar se sumerje en encajes de penumbra.

Fuera la tormenta estremece.

(Solo parece restar la distancia de nuestra mesa).

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